El mirador
Maestros cabales

La Argentina, inestable y regresiva a lo largo de tantos momentos del siglo XX, vulneró los valores de la educación con la misma tenacidad con que, en sus mejores años, se consagró a idearlos, afianzarlos e imponerlos. No obstante, aun en medio de las crisis más pronunciadas, el país contó y cuenta con grandes maestros que supieron y saben matizar con su talento y templanza la hondura de nuestra decadencia.

Es obvio que donde abundan las injusticias sociales no puede abrirse camino la prosperidad colectiva. Pero la trama de las sociedades humanas está entretejida con tantos elementos imponderables que, aun en las circunstancias y en los contextos culturales y educacionales más adversos, pueden irrumpir maestros de excepción. Es más que evidente que su presencia y su acción no logran revertir el desgraciado curso general de las cosas. Son hombres y mujeres; no son políticas de Estado. Pero su ejemplo contribuye a que podamos reconocer y preservar en nuestro espíritu valores sin los cuales es difícil fijar los parámetros de calidad a los que debe responder un modelo educativo. Lo venturoso, lo inigualable puede brotar en el suelo más árido y constituirse en un reservorio de enseñanzas tanto como en una brújula para orientarse en medio de la tormenta.

Cómo logran esos maestros sostener su arte y su ciencia en medio de tal caudal de calamidades es cosa que no sabría explicar. Sí puedo intentar una caracterización de sus formidables atributos basándome en la experiencia ganada en el trato con algunos de ellos y en lo que la lectura de tantas vidas ejemplares permite inferir.

¿Qué distingue al auténtico maestro del que no lo es? En igualdad de condiciones objetivas, hay un rasgo que lo define. Mientras el docente convencional se limita a dar a conocer un contenido, informa y a lo sumo explica, aquél transmite, encarna lo que comunica, respalda, mediante un profundo compromiso personal lo que pone en juego como saber. Con ello potencia, en el receptor de su mensaje, el efecto de credibilidad de su investidura. Es el maestro porque se lo puede oír como tal. Brinda, así, una proyección a su palabra que, rebasando toda prevención, alcanza el corazón del estudiante, lo transforma, genera en él una predisposición al aprendizaje nacida de la empatía. De modo que alecciona bien, en el sentido que más importa, quien despierta la emoción de aprender, entendida ésta como anhelo de autoconstitución y autoperfeccionamiento.

El maestro cabal contagia la alegría de estudiar y convierte el saber que propone en un escenario de ponderaciones compartidas con sus alumnos. La suya no es la última palabra, es la palabra orientadora. La responsabilidad profesional con que procede no es otra cosa que el goce íntimo con que lleva a cabo su tarea. La pasión y el deber resultan en él inescindibles. Esta fauna espiritual de tan contados integrantes -la de los maestros cabales- habita en todas las latitudes del conocimiento: la de la filosofía y la del arte, la de la ciencia y la de la religión, la de la historia y la del deporte. Y lo notable es que todas las épocas, la nuestra inclusive, guardan, entre tantas frustraciones, la huella bienhechora de alguno de estos grandes. Uno de ellos, en la Argentina, fue Rodolfo Mondolfo. Otro, Gino Germani. Un tercero, René Favaloro. Un cuarto, Pichon Rivière. ¡Y cuántos, cuántos más suman esos pocos que nuestra gratitud podría nombrar!



Por: Santiago Kovadloff
FUENTE: La Nacion.com