Libro: Valiente testimonio de vida
Ruth Ramanauskas: Una segunda oportunidad

Primero un padre: primero hay que tener un padre llamado Juan Ramanauskas, nacido en Lituania el 9 de marzo de 1918, enrolado en el ejército alemán -cuando, durante la Segunda Guerra Mundial, Lituania era invadida por soviéticos y alemanes- y emigrado a los 28 años a Sudamérica, Argentina, Buenos Aires, partido de Avellaneda. Después, una madre: después hay que tener una madre llamada Aldonia, descendiente de padres lituanos y nacida el 23 de octubre de 1925 en Berisso. Después hay que tener hermanos: dos, varones. Después hay que haber nacido en Buenos Aires en 1959, ser mujer, mudarse a los once años a Estados Unidos, casarse a los dieciocho con un hombre buscado por el FBI, ser golpeada por él, divorciarse y, finalmente, regresar a Buenos Aires a los veinticuatro, quedar embarazada y vivir en la calle durante un año con un bebé recién nacido. Entonces se obtendrá esto: una mujer que monta una cadena de institutos de enseñanza de inglés, que tiene entre sus clientes a los mejores bancos, a las más grandes petroleras, y que cuenta su historia en un libro llamado La trampa del sueño americano , que publicará este mes el sello Aguilar.

Una tarde lluviosa de febrero de 2009 la mujer -esa mujer- se toca el pelo rubio y dice que todavía no sabe si es una gran idea o la peor idea del mundo contar las cosas que pasaron.

La mujer se llama Ruth Ramanauskas y, en el libro que escribió, lo único falso son los nombres.

La casa donde vive Ruth Ramanauskas es un departamento de tres ambientes, modesto, en plena Recoleta. Hay una mesa redonda de vidrio, un living con fotos y diplomas.

-Acá está mi vida laboral, desde 1986 hasta ahora -dice, y pone una mano sobre una pila de carpetas-. La gente me conoce por esto. No sé cómo van a tomar que cuente todo lo demás.

Nació y creció en Avellaneda, mujer menor en una familia a la que habían llegado antes dos varones. Su madre era indiferente, su padre, duro. "Mis hermanos directamente no me hablan -escribe en el libro que escribió-. Nuestras mesas familiares son un monólogo En casa se nos permite leer literatura clásica, practicar deporte para desarrollar buena salud y escuchar música tranquila." Juan Ramanauskas era dueño de una fábrica de bulones y le fue bien hasta que dejó de irle. La solución que encontró fue ordenar: "Nos vamos a Estados Unidos". Vendieron todo y se marcharon el 8 de abril de 1971. La familia en pleno se radicó en Redford, Michigan. Allí, la menor de los Ramanauskas entendió que todo, siempre, puede ser peor. Eran los años setenta y ella usaba faldas demasiado largas, costumbres demasiado antiguas (rehusaba bañarse en el gimnasio del colegio para que no la vieran desnuda). "A mi padre le parecía un escándalo que las mujeres usaran pantalones, por lo tanto me los prohibía incluso en invierno." Cada mañana llegaba al colegio una hora antes de que abriera las puertas y esperaba allí, tiritando, sólo porque el de sus hermanos abría una hora antes y su padre quería ahorrarse un viaje. Después no era mejor: en desprecio, sus compañeros le escupían, la tapiaban. Cuando terminó el secundario, su padre decidió revelarle una historia que le hizo entender un par de cosas (el rechazo de su madre, la hostilidad perpetua) y cuyo punto clave coincide con el momento en que ella era un embrión en el vientre de Aldonia. Un embrión en el momento equivocado. Y aunque jura que de esa historia no puede contar nada, los agradecimientos finales de La trampa del sueño americano empiezan así: "Quiero agradecer especialmente a Antonia. Lamento que mi llegada a este mundo haya arruinado tus planes, pero no tu amor". En el libro que escribió -en ese libro donde lo único falso son los nombres- Ruth Ramanauskas eligió llamar, a su propio personaje, Antonia.

En 1977 conoció a Jason, un hombre de 36 años que llegó a tener 24 casinos ilegales. Pero ella, de eso, no sabía nada, y se casó ante la mirada complacida de sus padres, que vieron con buenos ojos que Jason, a la pregunta de "¿cómo piensa mantener a nuestra hija?" arrojara un fajo de miles y dijera: "Con esto, y con mucho más".

-Yo era muy caída de la higuera. Un día mi marido me llevó a un club, que era de él, para que nadara un rato. Había chicas muy amables, divinas. Yo les dije que quería hacer natación y aparatos, y me enseñaron todo.

"Yo era la única que utilizaba la pileta -escribe-, y cada tanto notaba que ellas pasaban al sector trasero, siempre acompañadas por un hombre al que seguramente le explicaban el circuito del gimnasio." No entendió que se dedicaba a la natación deportiva en un prostíbulo hasta que su marido la llevó a almorzar y le dijo que esas habitaciones detrás de los aparatos, la bicicleta y las duchas, no escondían más aparatos, más bicicletas, más duchas.

-Pero te juro que las chicas eran divinas. Yo soy muy mujer de mujeres. Que las mujeres no nos ayudemos me parece incomprensible.

Por eso, ahora, después de escribir el libro, quiere dedicarse al Proyecto La Orilla ( www.proyectolaorilla.com ), una serie de charlas destinadas a niñas y mujeres en el marco de colegios, ONG, para "despertar al ser entero y exitoso que habita en nuestro interior". Los títulos de las charlas, dictadas por la propia Ruth, serían éstos: "Hoy es el primer día del resto de tu vida", "Ser adolescente o ser".

Jason la hizo practicar tiro, le enseñó a conducir como un delincuente. Un día cualquiera ella dijo algo y un segundo más tarde tenía un cuchillo al cuello. Esa fue la primera vez, pero siguió un rosario. Ruth huía a casa de sus padres, que la recibían con un comprensivo "¿qué le hiciste para merecer esto?". La última vez llevó un ojo reventado, le dijeron lo mismo y se hartó. Era 1978. Se fue de la ciudad, abandonó al marido, empezó una carrera, ayudó en la cocina del campus, cuidó a una viejita enferma, y un día se topó, en el Miami Herald, con la cara del hombre más buscado por el FBI: Jason.

-Lo habían detenido. Pero zafó.

Mediaban los ochenta cuando se graduó en Lenguas Modernas, empezó a trabajar como traductora del inglés al español y pensó que no sería mala idea viajar a Buenos Aires, practicar el idioma y regresar, después, a casa.

Pero de pronto se interrumpe. Se cubre la cara con las manos. Dice:

-Todo esto está saliendo tan mal. Yo practiqué todo lo que te iba a decir, y ahora no me acuerdo de nada.

Buenos Aires le pareció fea, sucia, desangelada. Vivió primero en casa de un amigo de la familia, pero después se fue a un hotel. En poco tiempo se quedó sin plata y empezó a buscar trabajo. Consiguió: haciendo traducciones. Un día conoció a Marcos, guapo, ojos claros, piloto de aviones. Se enamoró. Apenas después descubrió dos cosas: que él era casado, que ella estaba embarazada. Marcos ofreció hacerse cargo del chico, pero Ruth se sintió muerta y perdida. ¿Lanzar, en su burbuja lituana, la granada de una madre soltera? Buscó un ginecólogo en las Páginas Amarillas, llamó, dijo lo que hubiera dicho en Estados Unidos: "Hola, quería pedir un turno para interrumpir el embarazo". La respuesta del otro lado fue feroz. "Ni se me había ocurrido pensar que estaba en un país donde el aborto era considerado un crimen", escribe, con esa ingenuidad agotadora. Un día, como del rayo, decidió no abortar. Les dijo a sus padres que estaba embarazada pero en pareja, y que se casaría pronto. Amadeo -el nombre de su primer hijo en el libro que ella escribió- nació el 1° de abril de 1985, en el Hospital Alemán. Cuando le dieron el alta, intentó alquilar un cuarto de hotel, pero como el bebé no tenía documentos no pudo ser. Pedir ayuda al padre de su hijo no era una opción. Pedirla a sus padres, a quienes mantenía a raya diciéndoles que se casaría en cuestión de meses, tampoco. Y así, de esa forma, Ruth se quedó sin techo, sin familia, sin país y sin trabajo.

-Metí todo lo que pude en una valija, metí al bebé en un cochecito y me fui a la calle.

Entre 1985 y 1986, mientras su familia creía que era una madre en vías de casamiento, ella pasaba las noches en los trenes hasta que cortaban el servicio. Después, se iba a la avenida Corrientes a poner cara de mujer despechada en las confiterías.

-Una chica como yo, a las tres de la mañana, en Corrientes, no te sorprende. Mirá lo que es el orgullo, la estupidez humana: yo actuaba como una esposa peleada con el marido. Ponía cara de "estoy indignada". Dormía de día, en las plazas. Cuando estás viviendo en esa situación no pensás como una persona normal. Pensás "no me cambio la bombacha hace cinco días", entonces vas a un Pumper Nic a lavar la bombacha, la guardás en una bolsita y te vas a una plaza a que se seque. Hubo gente que me dio comida, una cama. Y me fui vendiendo cosas. Un tapado de piel sintética, cadenitas de oro, el juego de las biromes Cross. Me sirvió para las criollitas con queso, que fue todo lo que comí durante meses, y para los pañales. Pero yo era feliz a mi manera. Tenía ese bebé. Veía un cielo estrellado y mi papá había visto un cielo de bombas. Yo veía gente alegre a mi alrededor y él había visto desolación.

Todo terminó el día de 1986 en que sus padres llegaron de visita a Buenos Aires y Juan Ramanauskas le dio mil dólares sin preguntarle nada. Ruth alquiló un departamento, empezó a trabajar como secretaria para un alemán y, asombradas con su dicción perfecta del inglés, sus compañeras de trabajo le pidieron que les enseñara. Descubrió que era buena y consiguió horas como profesora de inglés en un colegio. Dijo a su familia que la relación con Marcos se había deteriorado y que, después de todo, no se iban a casar.

-A mi papá le conté una vez lo de la calle, y no me dijo nada. Es que la culpa debe ser insoportable.

Mira, otra vez, la pila de carpetas y de fotos. Repite: dios mío.

-Dios mío. Estoy muy nerviosa. Yo había pensado todo lo que te quería decir. Pero vos me estás haciendo otras preguntas.

Lo que sigue es la etapa empresarial de Ruth Ramanauskas. Una historia que, en el libro, cuenta en tono épico y de superación personal, con profundas caídas y elevaciones epifánicas que la dejan al borde del paraíso sólo para recordarle, cinco páginas más tarde, que el infierno existe y es tozudo. Dejó Buenos Aires y se mudó a Mar del Plata. Devino profesora del departamento de idiomas de la universidad local. Consiguió una socia, abrieron un instituto, llamado Speak Easy, que empezó funcionando en un garaje y que, dos años más tarde, tenía trescientos alumnos. Las cosas iban bien, y mejor cuando conoció a Pablo.

-Necesitaba una vida normal. Tener un marido, una familia. Y me enamoré.

Quedó, otra vez, embarazada. Y ese hombre que estaba dispuesto a todo -casarse, vivir con ella- le dijo: "Ruth, me caso mañana. Pero hijos no". Se separaron y ella parió sola, el 29 de febrero de 1992, a su hija, hoy una chica de 16 años, modelo, a quien en el libro llama Luz. Y fue por Luz -Pablo cruzaba de vereda cuando las veía pasar- que decidió -una vez más- aplicar el método Ramanauskas: dejarlo todo y después partir. Para que la nena no se criara cerca de un padre que no la quería, Ruth la llevó lejos. En 1995 se fue con quince valijas y dos hijos a Chicago. Invirtió todo lo que tenía en una casa, donde pensó en instalar un jardín de infantes bilingüe. Entonces Marcos, el padre de Amadeo, le dijo que quería a su hijo de regreso.

-Que me iba a hacer una demanda judicial. Y yo había invertido todo en esa casa.

Pero volvió. Para entonces, hacía rato que sus padres, Juan y Aldonia, estaban jubilados y vivían en Mar del Plata.

En Buenos Aires consiguió, en poco tiempo, una cartera de clientes importante y refundó su empresa con el nombre de Business Plus. En 1996 conoció a un hombre -en el libro lo llama Gerardo- y, una vez más, se enamoró. Tuvieron un hijo -que, en el libro, se llama Agustín- y, en el año 2000, la vida era perfecta: Ruth tenía dos oficinas en Buenos Aires, dos afuera (Miami, Chicago), una casa en Pueyrredón y Las Heras y era, además, voluntaria de Caritas. Pero todo se esfumó cuando la crisis de 2001 cayó como un misil malévolo. Desocuparon oficinas, se fueron a una casa más pequeña y, en 2003, Gerardo y Ruth se separaron. Ella, una vez más, empezó a enseñar inglés en colegios privados y las cosas marchaban no del todo bien, pero sí mejor, cuando su madre, Aldonia, cayó enferma.

-Mis hermanos tenían criterios diferentes acerca de qué hacer con la vejez de mis padres. Para ellos había que tirarlos y para mí había que cuidarlos. Entonces yo dije que mamá podía vivir conmigo, y mis hermanos se hicieron cargo de los gastos. En 2003 dejé todos mis trabajos y el voluntariado en Caritas para cuidarla. Y de haber sido empresaria independiente me transformé en empleada de la familia.

A orillas del lecho de su madre -cuidando a esa mujer que la había detestado- empezó a escribir su historia. Y después de escribir su historia, y no mostrarla a nadie, Ruth Rama­nauskas escribió la carta que leyeron todos.

Fue publicada en la sección Cartas de Lectores del diario LA NACION del 27 de noviembre de 2007. "Para los ojos de la sociedad -decía- hace veinte años que soy una empresaria exitosa, docente respetada, voluntaria dedicada, madre cariñosa y con el broche de oro de ser una gringa cuyo rubio y atractivo aspecto físico «le facilitó las cosas». Sin embargo, hace 22 años yo viví en la calle con mi hijo recién nacido, en el más profundo desamparo."

-Un día encontré en el diario una nota sobre gente que estaba en situación de calle, pero era muy técnica. Y esribí esa carta.

A raíz de esa carta, pasó por programas de televisión, la entrevistaron en diarios y revistas, los vecinos la miraron con asombro. Un día dejó, en el edificio de la editorial Santillana -uno de cuyos sellos es Aguilar- una de las revistas donde la habían entrevistado, con un atarjeta personal y una frase: "Si les interesa esa historia, tengo el libro escrito". La llamaron diez días después.

-Y ahí empecé a hacer el libro. Pero yo no cuento mi historia con orgullo. Porque lo vivís como que hiciste algo malo. Como un castigo que merecés. Igual, vivir en la calle no fue lo peor. Comparado con la Segunda Guerra Mundial, vivir en la calle me parece un paseo.

Su padre murió el 14 de diciembre pasado, una semana antes de que ella terminara el libro. Después de una pelea con sus hermanos, que decidieron no seguir pagando gastos, su madre, Aldonia, está de regreso en Mar del Plata. Ahora, Ruth Ramanauskas vive con sus tres hijos, sin marido a la vista, y dando clases particulares de inglés en su departamento.

En Avellaneda, allá en la infancia, cuando era una niña oval, el pelo una espuma rubia, su madre solía llevarla a la televisión para ofrecerla al mundo de las publicidades. Hizo varias. Una, la de Casa América.

-Yo salía con un montón de cajas y cantaba: "Me gusta estar en América". Eso cantaba. Me gusta estar en América.

Después se cubre el rostro con las manos y dice qué pena, qué vergüenza, qué lástima que todo salió tan mal: tan desprolijo.




Por Leila Guerriero
LA NACION